Aeroplano


La imagen nos rodeaba, veíamos el viaje de un cometa desprendiendo polvo caliente, un nacimiento en la galaxia que abría sus piernas para descubrir en el vórtice un ojo gigantesco, de los labios carnosos se escupía a un nuevo ser de luz, otro dios odioso y déspota, un fornido primate que venía sonriendo sentado en un morro de cráneos.

Al primer lugar que fuimos fue a la casa de madera en las montañas frías del bosque de niebla que se instalaba en nuestros pies correctamente humedeciendo la desnudez, el modelo de la casa fue diseñado sesudamente por un ingeniero imaginario que había traído M de los parques del norte, estar allí era como nadar en algodón de azúcar, como comerse un cucurucho de tres elefantes balanceándose sobre la tela de una araña. Se revelaba la paradoja de los sentidos y el engaño era delicioso.

Como si el techo tuviese un espejo nos veíamos a nosotros mismos en la cama, recibiendo un momento para mirarnos, reconocernos allí como realmente éramos, en silencio, en la hondura de la respiración, hubo el espacio para un beso y otro que apenas recuerdo pues antes que los créditos terminaran, olvidé tu rostro. La mujer del vestido blanco encendió las luces y despegamos, tras la ventana el fuego consumía una montaña y sus alrededores, el piso quedaría hirviendo por días. Cerca a la estación del río un sendero oculto conducía entre enredaderas a un lugar cubierto de árboles, la luz era una invitada más, no disponía de sus poderes habituales de esclarecimiento, allí debía conformarse con entrar a contemplar. En la mitad del jardín un árbol de duraznos se batía con el viento.

Durante el camino se creó un silencio como si el sonido de las cosas dejara de corresponder a su origen y se fuera a otra parte, el diálogo que atravesaba la historia se llenó de bucles como 'tus ojos se ven más hondos' y 'soñé que estuvimos acá antes', así los colores se salieron de tono y la imagen era un negativo de bordes curvos que se detenía en el rostro delicado de M. Desde el azul que imaginaba en esos días veía su mirada pintando playas lejanas y traía a colación el momento en el tren, después de la entrada concurrida a la estación me había perdido de M, el remolino de gente había hecho lo suyo y ahora despertaba en cama mirando al techo pálido sin desviar la mirada a los libros quemándose en un viejo póster de cine. El deseo que sentía por hablarle me ganó la discusión interior un martes de cine de 9:15. Una hora mirando a discreción fue suficiente para un cruce de anécdotas, contó M mientras una águila agarraba un conejo salvaje en la pantalla, que había descartado las cadenas que le exigían exclusividad y los anunciantes que le prometieron inventar una marca de lociones con su nombre. Le conté que los recorridos eran inicialmente una idea del movimiento continuo, algo que intentábamos desarrollar con callejones estrechos, escaleras con murales, puentes de colores, trochas al páramo, jardines secretos, animales corriendo en el bosque; navegantes de la secuencia de una serpiente de colores arrastrándose sin ser vista.

Estacionamos en la mitad del ala izquierda las bicicletas mientras el público iba poblando las otras áreas del aeroplano, la función debía comenzar en cinco minutos y las bebidas calientes estaban ya esperando en frente de cada asiento asignado. Me tocó ventana y a M pasillo. Cerca a la salida de emergencia una mujer de vestido blanco ajustado daba indicaciones sobre el uso del espacio. Las máscaras de oxígeno resbalaron y se ajustaron a cada rostro mientras las luces se apagaban lentamente y en la pantalla se abría una puerta grande de madera. De los costados se desprendieron ondulantes cortinas rojas. Ya no podía ver a M ni a la mujer de los anuncios, un pitido invadió bruscamente...es lo último que recuerdo.

La señal de abrocharse los cinturones ha dejado de alumbrar. La voz del piloto se escucha en mi cabeza: hemos aterrizado exitosamente, al salir no olviden reclamar la grabación de sus memorias, les deseamos un buen día y les agradecemos por volar con nosotros.  

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