Residente

Duermo en un colchón de conejos desconocidos, mi ventana es del tamaño de un libro de sala abierto, la cortina es morada y con huequitos y se multiplica cuando apago la luz y se mete el alumbrado público en mi cuarto de cartón. Me gusta jugar con las sombras enmalladas que resultan allí. Tengo un armario azul gastado que perfectamente podría albergar a dos duendes. Hay un escritorio donde nunca escribo, hay polvo de un televisor fantasma, hay losa sucia, está la historia de Caín, consignas marcianas, kunderismos y cae del cielo raso mal puesto un coaxial serpentino. Escucho la programación de la chica de medicina, a Manú Chao a mi derecha. Abajo vive don Octavio que no se toma sus medicinas, se sale a la madrugada y pasa las calles sin mirar. Principios de alzheimer dice la casera que no ve la hora de que se vaya. Digo yo que son principios de olvido, principios del epílogo de la vida. Los ojos se le ven cansados y no quiere irse con su familia, razones tendrá para eso y para bajar a la cocina a las 3:00 a.m, atracar la alacena y negarlo como un niño. Hay tres perros. Está Tomás que anda aprendiendo a hablar inglés y ya se sabe 'fai' y 'sis'. Son 19 personas y solo un baño tiene agua caliente. La baldosa es azul pero el mugre la hace gris. Salgo a recibir los vientos de volcán y arrancan otras horas en la ciudad donde los buses son azules, las calles van bajando casi siempre, el teatro deja olores en los andenes y las paredes y las cometas prefieren pasar su agosto rodeando las encaramadas avenidas. Ando a una hora de otras luces más bailables, de muerto a 40 mil y una abuela con casa de tres pisos que extraño en esta pecera que es distante por el frío y por las razones que ponen al corazón a laborar horas extras. Otra vez voy hacia la almohada de flores que babeo. Ya apagué la luz. 

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