De la serie: Cosas de mariposas y otras güevonadas.

Capítulo XIV: Nada mejor que una morronga.

Por: César A. Romero
@Chambiromero


No nos hagamos los grandes gladiadores llenándonos de halagos porque la vieja con grandes atributos (la más buena) estuvo en nuestras escenas de sexo alguna vez en la vida. Que tal placer amplía nuestra hoja de vida, totalmente necesaria para algunas conversaciones con nuestros amigos más cercanos o para formar una buena fama entre las amigas de las mujeres que pasaron por nuestro miembro, afiliado a los placeres del sexo.

No sé si todos los hombres han tenido la fortuna de dar con una “morronga” como aquella noche en la que mi imaginación y mi pene se sintieron la última coca-cola del desierto. La mujer en discusión era la “morronga”, la vieja que tiene lo suyo pero no inspira nada. Cada vez que se agacha no se le ve, por más que uno busque un ángulo cenital, su ropa interior. Nunca mete la cucharada cuando el tema es Sexo, y se para de la mesa cuando tocan el tema de las prácticas orales. Aquella que habla de hombres, pero nunca del tamaño de sus juguetes de piel arrugada. Esa, la morronga. 

En esa noche, muchas copas de un trago nuevo para mí y me imagino que para ella también, subían el calor que produce el alcohol. No voy a decir mentiras, aunque en mi mente no estaba buscarle el lado, tampoco cerré puertas. Recuerdo que me pregunté cómo sería su ropa interior, y lastimosamente me imaginé aquellos bordo de olla de un color blanco viejo, del cual le he visto algunos a mi mamá. Los tragos se nos subieron a la cabeza (más a ella que a mí) pero yo actuaba de tal manera, que me viera a la par de condiciones. Bailábamos, recordé la vuelta de la conquista que hace tiempo no utilizaba, y la puse tan cerca de mi boca, que si se alejaba hubiera merecido el título de descarada. Besa bien -me dije-. Nos seguimos besando toda la noche, tales besos ya dejaban el sabor de muchas botellas de tequila y la morronga sin aviso alguno me agarró de la mano, esquivando a unos cuantos amigos que se posaban en la sala y me llevó al baño. Los besos de simple parche de la noche pasaron a acaloradas escenas de pasión, con los que en un abrir y cerrar de ojos me encontré sin ropa. No me dejé intimidar por aquella mujer y me puse en la tarea de desnudarla y demostrarle lo que es un gustoso sexo oral; sexo que le gustó, pero más fue mi sorpresa cuando bajó, en zig zag de lo borracha, para practicarme una de las mejoras mamadas que he tenido. Popularmente “no creía en nadie”, si lo digo con algo más de clase: me siento halagado por tan protocolario acto, señorita de bajos instintos. Para sorpresa, y con la poca luz que entraba al baño, su ropa interior no era blanca vieja; era una linda tanga de color azul que armonizaba sus atractivas curvas.

Finalmente, fue el acto por el cual me atrevo a decir: nada mejor que una morronga. Al salir del baño, y al ver la caída de tal dama a causa del alcohol; otra mujer, alta, compañera y conocida, de la cual había sabido que le gustaba unos días atrás, también se encontraba acalorada por el trago y por sus pezones, que se atrevían a asomarse cada vez que se paseaba por la calle a repartir el trago. Entramos en confianza cuando todos en la casa estaban ya borrachos y supuestamente dormidos. Era la mujer que acumulaba más de tres mil piropos en su cuerpo y la cual me enriquecía de expectativas. Pero fue un terrible fracaso. Desperté con un par de mordiscos que me hicieron pensar seriamente en ir al médico, unos caminos hechos a uña por mi espalda y otros cercanos a mi operación de la apéndice. La grande, la mujer majestuosa, la más buena que ha plasmado su nombre en mi pasado judicial, ha sido el peor sexo de mi vida. Gloria a las morrongas. Y el que no ha probado, he de saber que pasará por esta vida como un simple fanfarrón.

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