La cena está servida.

Hay un candelabro no sé de qué siglo. La mesa está puesta hace unos minutos. Un mantel dorado soporta dos copas vacías y una botella de un vino costoso con un nombre costoso de pronunciar. Dos platos de salmón en salsa. Uvas, cerezas. La luz única de las velas transforma la atmósfera y el tiempo se detiene por ocho horas. 

Entraste y después de ti la música.

Tenías un vestido ceñido que adivinaba cada uno de tus pliegues, de tus rincones imperfectos. Ibas descalza mirando al frente y pensando...(no sé qué ibas pensando) y caminaste hacia mí. Tu rostro de sorpresa ya había garantizado la noche. Estaban más húmedos tus labios, más extremas tus pupilas. Sentía con fuerza el aroma indiscreto de tu desnudez y sospechaba cada movimiento de tu respiración fantasma. Venías como una promesa silvestre y provocadora.

Me levanté. Giré mi cabeza hacia la mesa señalando lo que ya era evidente. En dos pasos ya estaba a centímetros de ti. Ojos en conflicto, respiraciones accidentadas y labios en resistencia.

En las siete horas siguientes, la alfombra describió cruces, alfabetos vírgenes y proyectó un manojo de sombras en la pared.

Hace una hora nos sentamos. El tiempo aún está de licencia y anda sentado en el sofá, fumando y cruzado de piernas estudiando los matices de un romance.

¿Más vino?

Sí...

La música sigue ahí. La cena incompleta. Los amantes desnudos.

Comentarios

Entradas populares