Cronología de grises pensamientos interrumpidos


“Quisiera tener una fortuna material
que dar a cada colombiano. Pero no
tengo nada más que un corazón
para amarlos y una espada para defenderlos”

Simón Bolívar

No puedo evitar hacer esfuerzo para escuchar lo que predican a mis espaldas. Mi silla no está muy cerca, pero siempre he tenido buen oído. “¡Qué venga un solo cristiano y me explique esto, no lo hay papá, no lo hay!”.
Así comienza su disertación aquel hombre misterioso vestido de camisa manga larga y pantalón café apretado hasta el ombligo, en su mano lleva una biblia abierta por la mitad con la cual mueve sus manos con euforia y frunce el seño de manera ritual. Lo rodea mucha gente, unos viejos y otros jóvenes, pero ambos llegan allí por la energía del discurso y el volumen de las palabras.
De esos personajes me toca ver por montones en el parque, aquí existen los más extremos contrastes y perviven las amistades más salvajes pero fieles.
Y es que tal vez cuando estamos aquí, todos somos lo mismo, en medio de frondosos árboles que cubren gran parte del cielo, en medio de la supervivencia de quienes les toca trabajar día y noche para llevar comida a su hogar, en medio de aquellos viejos de pantalón gris y zapatos lustrados que se sientan por horas a pensar quien sabe en qué, en medio de palomas, en medio de grandes próceres, todos resultamos siendo medellinenses, y más allá de nuestro gentilicio somos transeúntes deambulando en la selva de la calle.
De la misma forma como el perro desesperado busca su bocado de la tarde en la basura, así mismo son muchos los que toman su algo en la variedad de los alrededores, unos optan por un ‘pintaito’ con pan, o un tinto negro sin azúcar, o un copito de nieve de don Fabio, o una bolsita de crispetas, o cualquier forma de ‘mecato’ existente.
En frente mío una imponente representación del prócer más controversial.En el caballo con expresión de pasión y furia, quien lo monta inclina su cabeza, toma fuerte con sus manos las riendas del corcel y prepara en su cintura la espada de la libertad.
Aquella memoria de bronce que vive en el colectivo de muchos, permanece rodeada de personas:
Unos sentados en las escalerillas que lo rodean, viviendo la ilusión de sentir la protección de aquel Libertador.
Otros allí mismo pensando en el Bolívar que algún día fue glorioso pero hoy es historia y producto de la indiferencia patria.
O como yo, hay quienes lo miran sin perder el asombro día tras día.
O quienes no lo miran pero lo sienten, o los que lo miran y creen sentirlo, o los que ni lo miran ni lo sienten.
O quienes los visitan en forma de pagar la deuda de la Independencia.
O quienes ven en allí nefastos personajes que hoy quieren parecerse a él.
O quienes concurren a su encuentro cada 20 de julio para ver la bandera agitarse en el aire y cantar un himno que no entienden.
O quienes se ríen y lo observan con burla porque saben que nunca hubo batalla de Boyacá.
O quienes se preguntarán que le vio Manuelita Saénz.
O aquellos viejillos conservadores que se sienten atacados porque quien esta allí no es Francisco de Paula Santander.
O quienes lo ven y no saben quién es, pero les causa curiosidad saber por qué ese señor está en el centro del parque.
O quienes no saben leer y prefieren ir a deleitarse con la fuente.
Y en fin, así se llenan algunas de las mil posibilidades que nutren la ‘melcocha’ de la que estamos hechos los colombianos.
Por mis fosas nasales pasan los más variados olores; fuertes como el olor a orines de quienes confunden el baño con los árboles y suaves como el olor a colonia de la dama que me acompaña, agradables como el olor a café tostado y nocivos como el humo del cigarrillo y el que dejan los carros al andar y que los árboles no logran dejar por fuera, pero todos tienen algo en común: llegan sin pedir permiso.
Ante mis ojos un cuadro se repite cada segundo: cruzan hacia ambos lados decenas de personas sin confundirse en la lívida tarde que ya comienza a tapar la luz del sol.

Miro al cielo y siento prisa al ver que pronto lloverá. Mi reloj anda mal y me obliga a mirar con frecuencia aquel tictac de números romanos gigantes que marca la hora en la iglesia. Ángela rompe el silencio, excluye la atención de mis pensamientos y hace que aparte la mirada hacia sus ojos negruzcos: “Jorge vámonos ya”. Pienso de nuevo que si no le hago caso me ganaré un regaño en casa. Y sin pronunciar palabra alguna opto por obedecerle, cogerle de la mano y salir de aquel lugar sin ser notado por nadie, aunque mi apariencia física no diverja mucho de los gordos de Botero.

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