Mi último día


“La muerte es algo que no debemos temer porque,
mientras somos, la muerte no es.
Y cuando la muerte es, nosotros no somos”
Antonio Machado

Y cuando el doctor me dijo que me quedaban 24 horas de vida pensé momentáneamente en todo lo que dejaría de hacer.
Dejé su sermón médico a medias y salí corriendo del consultorio. Me monté en un taxi rumbo a casa y entre respiraciones hondas y lágrimas de desespero le indiqué al conductor mi lugar de residencia. Bajé apresuradamente sin prestar atención al tráfico, sin esperar la devuelta del servicio y toqué a la puerta durante segundos sin parar.

Mi madre abrió y me lancé sobre ella. Abrazados le pude decir que la amaba, que nunca dudara de la inmensidad del sentimiento y que puesto que me quedaban pocas horas de vida quería pasar mis últimos momentos a su lado. Mamá se quedó mirándome fijamente y después de minutos de observación lanzó una pregunta avasallante: ¿Daniel, usted está consumiendo drogas?...Dígame la verdad jovencito. Pienso que por la premura del momento no podré hacerle entender lo sucedido y le acaricio la cabeza en señal de afecto.

Subí a la habitación para despertar a mi hermano. Él no entiende qué pasa, no entiende por qué lloro; sin embargo, sospecha de que yo le estoy haciendo una broma y le grita a mamá que yo no lo dejo tranquilo.

Siento cada segundo como un entierro de vivencias, abrazos, besos, peleas, tristezas y situaciones adversas. Bajo a casa de mi abuela y le expreso mi admiración por su entrega y dedicación. Le recuerdo que para mí ella siempre será mi segunda madre y que nunca la olvidaré así me muera pronto. Ella no entiende qué pasa, pero me dice que ella también me quiere mucho y que deje la bobada y no la asuste, que ella ya perdió un hijo y ahora no quiere perder un nieto.

Subo las escaleras lisas de la casa de la abuela y me despido de mis tíos. Quienes creen que es otro de mis chistes pesados, no sin antes recordarme que no es 28 de diciembre y que mejor aproveche mi tiempo y me vaya a estudiar.
Me fue difícil localizar a mi abuelo. Pero cuando lo tuve en frente le dije que me sentía orgulloso de ser su nieto y que pensé que sería yo quien lo vería morir a él y no al contrario. Su cara revelaba no entender el porqué de mis palabras. Pero me dio un abrazo fuerte y me dijo cuánto me amaba.

Llamé a mis mejores amigos y les pedí perdón por todas las cosas que hice mal, por todas las cosas que no hice y por las que no haré.

Siento que la noche será corta e intensa, siento que la luna ilumina sólo mi espacio, que mi saliva se atraganta entre uno y otro pensamiento, que no hice el amor tantas veces como quise, que no escuché tantas veces a David Gray como me lo propuse, que no leí de nuevo a Medina Reyes, que no me molesté tanto como quise al escuchar las incoherencias mezquinas de Andrés Felipe Arias y de José Obdulio Gaviria.

Sentía tristeza por todos aquellos libros que dejé vírgenes, por todos aquellos lugares que no conocí, por todas las esquinas de su cuerpo que no besé, por las tardes que no pude leer el periódico y por las veces que no pude decirle a los ingenieros cuánto me molesta su constante menosprecio de mi carrera.
Y cuando me quedaban pocas horas de vida decidí buscarla, cogerla de la mano sin explicarle nada, besarla y coger un taxi. Al lugar donde la llevé fue a un cine, pues quería morir haciendo lo que más me gustaba. Y a diferencia del resto, a ella no le advertí que era la última vez que sus ojos miel me verían con vida.

Todo fue mejor de lo imaginado...

Pero cuando sentí que mi último estertor se anunciaba tras un pálpito violento, le tomé de la mano y le dije que así valía la pena morirse, estando hasta el final con el ser que uno ama. Seguido a estas palabras un beso corto, dos lágrimas y el corazón dejó de latir.

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