Envigado sabe a gotas ácidas.

Corrían luces de taxis entre carriles, semáforos indecisos, seguros puestos en los automóviles de un tránsito inseguro de la madrugada, tres pasos más adelante de cada paso era el movimiento del sujeto, se veía perdido, como si la esquina fuera ninguna esquina probable, el camino arrancaba desde la boca del estómago, iba a una velocidad que digería ideas, espacios y ritmos, convenía parar en algún sitio pero todo era un abismo, cualquier lugar se caía, cualquier cosa ya estaba en el suelo, fue correr en el mismo lugar para no llegar ni moverse en absoluto, fue pedalear en el aire haciendo una voltereta imprecisa, las voces multiplicaban los impulsos nocturnos, la sensación de la muerte se paseaba a la espalda y en la esquina-avenida se veían túneles oscuros sin retorno. Si alguien quería parar y no vomitar todas las luces era demasiado tarde y además las luces iban a esa velocidad no humana, los sonidos caían derretidos por una fuerza desconocida, la escena era pálida pero de muchos colores, todo se esfumaba, los árboles susurraban atracos, muertes antes atestiguadas en silencio y el silencio era la complicidad de un andén lluvioso. Nos atravesamos a un taxi huidizo, al terminal del sur por favor, pareció que el taxista nos dió vueltas en el mismo punto aún sin moverse el semáforo; señor por favor llévenos al terminal del sur; sí mijo para allá voy. Nos dejó tirados en una bomba cerca mientras secretiaba con un fulano. Corriendo llegamos a la taquilla. 11:45 p.m. salida a Pereira por la puerta 2 sí señor, en diez minutos sale. Pasaron días mientras se cumplieron los 10 minutos. La llamada llegó bajando el Alto de Minas y yo jugaba con la ventana empañada para no llorar.

-Aló.

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